domingo, 21 de diciembre de 2008

Riders on the Storm


La frente nevada de mi padre adoptaba una solemnidad, sus manos no tenían prisa mientras sacaba con sumo cuidado el cd y lo introducía en el reproductor en medio de la vida detenida del salón. A paso lento iba creciendo y llenando el oído el sonido coral de lo que, indudablemente, era una eléctrica tormenta, más fuerte y sonora en aquel tiempo que ahora, pues el sonido es inmutable, pero no los oídos orgánicos que lo escuchan. Una lluvia cristalina y afilada repercutía violenta contra el suelo desnudo. Casi podía escuchar las protestas ligeras de la tierra en medio de la noche. Pues el color de la lluvia no era otro que el negro de la noche. Pese a no tener ningún indicio, siempre lo he sabido. Nunca he tenido a este respecto las abismales incógnitas que sí conservo sobre el lugar y la fecha en que tal tormenta se produjo.

En medio de esa hora perdida y mojada, el sonido de la naturaleza venía a enriquecerse con serenos sintetizadores, sólo después de que una tímida baqueta iniciara su continuada caricia sobre los platos de la batería, y justo antes de que una voz insultante en su elegancia, varonil y adulta, comenzara a declamar cadenciosos versos en inglés que debían ser muy trascendentes, sin que en ningún momento escampase en ese escenario rugiente, de noche capturada por la furia.

En cierto instante, mi padre abría la boca para no decir más que las siguientes palabras: “Jinetes en la tormenta”, en las que mi joven juicio creía encontrar un asomo de arrogancia tonta. En cualquier caso, venían a titular el espacio que, en mi cosmovisión infantil, recogía los retales de mi incompleta comprensión de la edad adulta. Ese espacio presidido por las sonrisas calladas y los pellizcos en la mejilla.

Aquel, este tono íntimo, engrandecido por esa otra voz oscura y seguramente muerta, me procuraba la sencilla satisfacción de empezar a desvelar el misterio. El niño que tenía enfrente empezaba a contemplar con claridad una carrera de caballos, en la que jockeys de colorista indumentaria atizaban a cámara lenta a las fieras más bellas. Sólo una luz reptil sobre la arena mostraba la silueta de unos cuartos traseros atizados al ritmo de las baquetas. Muchas personas no podrán contarte más que el diálogo entre el teclado y la batería que va cerrando la canción. Instrumentos casi vocales que denuncian completa indiferencia hacia el entorno.

Toda la canción se construye de metales sin aleación posible, materias primas intolerantes. Respiran el jazz, soterradas lecciones barrocas, la antigua admiración por Arthur Lee. Como en los mejores casos, el genio toma el disfraz de la incoherencia insoportable a los ojos de la Razón.

Durante siete minutos, la sola compostura de quien contempla la muerte sin temerla.

martes, 9 de diciembre de 2008

Mi propia trampa

Hoy caí en mi propia trampa,
probé mi propia medicina,
me acerqué demasiado al sol,
y mis alas se quemaron y caí,
a mi tampoco me gusta tu novio,
lo siento si soy tan franco,
soy varón y sólo me lo banco,
pero mis alas se quemaron y perdí,
pero...
hoy las cartas me tocaron buenas,
pero no supe ganar la partida,
yo te hubiera entregado mi vida,
pero mis alas se quemaron y caí,
todos están celebrando,
y yo me quedo pensando,
apenas estoy aprendiendo a volar,
y ya mis alas se quemaron y caí,
y ya…
creo que me caigo del cielo,
y pierdo el instinto camino,
la vida me puso delante un caramelo,
y mis alas se quemaron y ya fui,
hoy no me comí la empanada,
tenía todo y me quedé sin nada,
y de pronto tuve una revelación,
voy a escribirlo todo en una canción,
me acerqué a ese farol demasiado,
y mis alas se quemaron y caí,
pero…
soy muy sensible a la belleza,
que no distingo el corazón y la cabeza,
me acerqué mucho al sol y no lo vi,
y mis alas se quemaron y caí,
prefiero solamente un beso tuyo,
antes que el amor de mil mujeres,
es el beso que nunca te di,
cuando mis alas se quemaron y caí,
cuando...
cuando mis alas se quemaron y caí

"Mi propia trampa" - Andrés Calamaro, Honestidad Brutal, 1999

viernes, 5 de diciembre de 2008

Celtiberia Show I


Encontramos la siguiente noticia en las páginas del diario El País de hoy: “Fuga en el cementerio de la Almudena. Un preso de 26 años huye ayudado por 70 miembros de su familia mientras asistía a la incineración de su padre”.

Según relata el periódico, “El preso ha llegado al lugar y ha asistido con toda normalidad a la ceremonia de incineración de su padre, que ha sido breve. Durante la cremación y el funeral, el preso no llevaba las esposas, tal y como ordenó el juez de vigilancia penitenciaria. Una vez acabado el acto, ya con los grilletes otra vez, los policías nacionales le han entregado de nuevo a los guardias civiles para su reingreso en el penal. En ese momento, un numeroso grupo de familiares, alrededor de 70 personas -entre ellas mujeres, niños y ancianos-, han rodeado a los agentes, a los que han golpeado con saña, facilitando así la huida de Ismael. El recluso ha aprovechado el tumulto para escapar en un coche marca Mercedes con los cristales tintados, en el que le esperaba al volante otra persona”.

¿Hallaremos un mejor ejemplo de amor y concordia familiar en esta nuestra España de hoy? ¿Con qué palabras atinará este joven incomprendido a agradecer los servicios prestados por su valeroso clan? ¿Qué inmenso cariño paternofilial llevaba impreso cada uno de los sopapos que caían sobre los incómodos agentes del orden?

Aún tuvo este joven ocasión de contemplar un último homenaje a su persona: "La ayuda de los familiares no ha quedado ahí. Además, se han tirado al asfalto para impedir que la policía y la Guardia Civil persiguieran con sus coches al fugitivo. En la refriega, tres agentes han resultado heridos leves y un cuarto sufre lesiones cuyo pronóstico se han reservado los médicos."