viernes, 24 de abril de 2009

Golf


Hace un rato estaba aquí, donde estoy ahora, delante de la pantalla absorbente. Y como hoy es sabado y no me apetece buscar trabajo, he empezado a enredarme en Internet, a buscar conocimientos de completa inutilidad, entretenido y divertido perdiendo el tiempo.

He estado leyendo algo sobre la vida de Marcello Mastroianni, mi actor favorito, cuando me acuerdo de él. He sabido sobre las fechas concretas en que estuvo con Catherine Deneuve, que nació en Fontana Liri, en 1924. He sabido que tuvo dos hijas, una de ellas llamada Chiara Mastroianni, ella me suena. He repasado sus cabales citas, esa gran inteligencia de guapo con la boca torcida. He aprendido, como ves, conocimientos absurdos de los que podía prescindir perfectamente y que pronto olvidaré. Pasatiempos que barren de la cabeza las colas de buscadores de trabajo, la desesperación en los ojos de los becarios.

He ido a encender la calefacción, a espaldas de mi madre. De paso, he estado mirando el pollo en pepitoria. Levantando la tapa, observando la transformación que el fuego ha operado en el tierno animal amarillo que trajimos del mercado de abastos de tu ciudad. He cerrado la tapa y he vuelto a subir a encontrarme con esta pantalla. Y de pronto ha sonado débil una melodía imaginaria, esa bella canción que suena en el anuncio del Nuevo Golf 2008. De esas canciones que uno va a buscar a Google. "anuncio nuevo golf 2008 canción", "new song golf", todos tenemos nuestra manera de buscar en Google. Y entonces lo he encontrado. Después de cruzarme con el nombre de alguna de los temas de otras campañas publicitarias anteriores, en uno de esos foros perdidos, donde hay gente que responde las preguntas que otros hacen al aire. ¿Se te ha ocurrido responder alguna vez a ese tipo de preguntas aunque supieras las respuestas? ¿A qué dedican su vida estos "cibernautas solidarios" que trabajan por hacernos la vida más cómoda? ¿Soy sólo yo el hijo de puta egoísta que demanda conocimientos pero nunca los comparte?

He dado con un nombre que no me esperaba, por decirte la verdad. Rápidamente, he acudido al Emule, -pero no se lo digas a nadie-. Y he sabido que esta canción, antes de recorrer bellos espacios naturales junto al nuevo vehículo alemán, perteneció a la banda sonora de Persépolis, obra maestra del cine de animación -que no he visto-. He esperado a que se descargase, ceremonia que no ha llevado más tiempo que el que dura la canción. Y me he dispuesto a disfrutar de la fruta recién cogida del árbol.

Es "Eye of the Tiger", de Chiara Mastroianni.

miércoles, 22 de abril de 2009

957

El jabón que se eleva desde el suelo mojado y la fregona escurrida al fondo de un pasillo. Los vapores de comida casera que fluyen por las calles competitivos a eso de las dos. Un boquerón frito desmenuzándose en la boca, el perfume floral de una copa de montilla, un geranio en pétalos distraídos por el suelo, aun vivos sobre la calle punzante bajo los pies. Un sincretismo silencioso de iglesias, estacas de la cristiandad invasora, sobre cimientos de mezquitas derribadas. La violencia ahogada y olvidada por el azahar tibio de las plazas. Calles partidas en una avenida luminosa de sol y el sendero climatizado de la sombra. Una mano invisible que nos lleva a través de los sucesivos albaicines aplastados. Caminar lejos, lejos de las mesas de guiris colorados riendo ajenos al silencio de la tarde. Una conversación y tu mirada que se va enredando en sí misma sobre el mármol.

viernes, 3 de abril de 2009

Carrilleras

Llena la boca como el beso de una mujer hermosa” Un enólogo.

Tomar una cazuela pesada, coronada por una de esas tapas que parecen sellar cámaras acorazadas al posarse. Verter en ella un golpe de aceite, varias cebollas cortadas en juliana, otros tantos dientes de ajo vestidos, algunas zanahorias en anchas rodajas, ¿una rama de apio? y un poco de sal. Entonces acercar a un fuego suave y tapar. No querer que el tiempo corra más de lo que avanza per se. Tener paciencia y esperar, destapando cada cierto tiempo y removiendo con herramienta de madera, a que desde el conjunto crepitante vaya evaporándose toda el agua que nada aportaría a nuestro guiso.

Entretanto, salpimentadas y enharinadas, dorar brevemente en una sartén unas diez carrilleras de cerdo, y acto seguido, buscarles acomodo sobre los tubérculos reblandecidos que se cocinan en la cazuela. No tapar todavía. Buscar en los armarios el tomillo, el romero, la nuez moscada (aunque estuviera caducada en dos mil siete), la pimienta negra en grano, una hoja de laurel. Entonces agregar especias y hierbas en libertad, del modo que a cada uno le dicte su intuición coquinaria, ¿añadir sal?. Remover de nuevo el conjunto y entonces apagar las protestas con un generoso aporte de Jerez seco. En tal medida que sólo alguna (o ninguna) de las carrilleras llegue a emerger del oloroso líquido. Después de servirse una copa, devolver la preciosa botella a su sitio. Entonces aumentar la potencia del fuego, hasta que veamos que grandes burbujas amenazan con mancharnos la camisa, tapar con firmeza y bajar el fuego hasta el mínimo admisible, un calor tan delicado como la pieza de carne que hemos escogido.

Olvidar que existe el guiso durante el tiempo en que César Vidal ha escrito otro libro, ¿cuatro horas?, al cabo de las cuales se cogerá un palillo y se atravesará alguna desventurada carrillera. La carne estará lista cuando el palillo encuentre ridícula resistencia a su agresión, de tal modo que la carne parezca a punto de deshacerse. ¿Habrán pasado hasta este punto cuatro horas? ¿Quizá seis, si ha seguido con pulcritud mi consejo de moderación en el fuego? Ah, yo no tengo esa respuesta.

En este momento separar la carne de su acaramelado abrigo. Liberada de todos los tropiezos, pasar a reducir la salsa al fuego, para concentrar su textura, color y sabor (cuando se sirva, tiene que dar sensación de pereza al conquistar el fondo del plato). Recuperar las rodajas de zanahoria y devolverlas a la felicidad de la salsa, que tanto les debe. Prescindir del resto de los compañeros de viaje, otrora deseables, pero ya inútiles.

Servir las carrilleras, no demasiado calientes, y napar con esta bendición dulce-amarga del color de la miel.