
En medio de esa hora perdida y mojada, el sonido de la naturaleza venía a enriquecerse con serenos sintetizadores, sólo después de que una tímida baqueta iniciara su continuada caricia sobre los platos de la batería, y justo antes de que una voz insultante en su elegancia, varonil y adulta, comenzara a declamar cadenciosos versos en inglés que debían ser muy trascendentes, sin que en ningún momento escampase en ese escenario rugiente, de noche capturada por la furia.
En cierto instante, mi padre abría la boca para no decir más que las siguientes palabras: “Jinetes en la tormenta”, en las que mi joven juicio creía encontrar un asomo de arrogancia tonta. En cualquier caso, venían a titular el espacio que, en mi cosmovisión infantil, recogía los retales de mi incompleta comprensión de la edad adulta. Ese espacio presidido por las sonrisas calladas y los pellizcos en la mejilla.
Aquel, este tono íntimo, engrandecido por esa otra voz oscura y seguramente muerta, me procuraba la sencilla satisfacción de empezar a desvelar el misterio. El niño que tenía enfrente empezaba a contemplar con claridad una carrera de caballos, en la que jockeys de colorista indumentaria atizaban a cámara lenta a las fieras más bellas. Sólo una luz reptil sobre la arena mostraba la silueta de unos cuartos traseros atizados al ritmo de las baquetas. Muchas personas no podrán contarte más que el diálogo entre el teclado y la batería que va cerrando la canción. Instrumentos casi vocales que denuncian completa indiferencia hacia el entorno.
Toda la canción se construye de metales sin aleación posible, materias primas intolerantes. Respiran el jazz, soterradas lecciones barrocas, la antigua admiración por Arthur Lee. Como en los mejores casos, el genio toma el disfraz de la incoherencia insoportable a los ojos de la Razón.
Durante siete minutos, la sola compostura de quien contempla la muerte sin temerla.