lunes, 10 de octubre de 2011

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Ya sea teclear, pronunciar, escribir a bolígrafo en un trazo imperfecto: el sencillo placer de reproducir las letras de un nombre que nos es afecto, en un ejercicio de algo que podríamos denominar fetichismo autográfico; son suyas sus letras, pero soy yo quien las está reuniendo y son mías ahora sus resonancias. Hay un sobresalto las escasas veces que lo escuchamos radiado, en televisión, si sobre ello leemos en la prensa; un sobresalto que no es del todo placentero, pues en él se entremezcla el orgullo del que se sabe muy adelantado en el conocimiento, con un cierto temor a compartir, pues sentimos que puede dejar de ser nuestro, y lo que al dominio de lo público se le transfiere, rara vez se recupera en el mismo estado. Al traerlo dentro de una conversación, uno tiene la ilusión de la alineación, si lo enuncia en medio de algún desdichado círculo que nada ha oído previamente, o que quizá sí lo ha hecho, pero se ha permitido el lujo de la indiferencia, que nos parece a partes iguales inconcebible y rechazable ¡Si no fuera por mí, nadie le haría la justicia de la defensa! Es la tiranía de lo amado la que nos hace intransigentes y excesivos y nos animaliza; el duelo intenso, expresado de mil formas, que sobreviene al escuchar una mala palabra sobre lo que consideramos sagrado, sobretodo cuando tememos que pueda ser razonable. 

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