viernes, 3 de abril de 2009

Carrilleras

Llena la boca como el beso de una mujer hermosa” Un enólogo.

Tomar una cazuela pesada, coronada por una de esas tapas que parecen sellar cámaras acorazadas al posarse. Verter en ella un golpe de aceite, varias cebollas cortadas en juliana, otros tantos dientes de ajo vestidos, algunas zanahorias en anchas rodajas, ¿una rama de apio? y un poco de sal. Entonces acercar a un fuego suave y tapar. No querer que el tiempo corra más de lo que avanza per se. Tener paciencia y esperar, destapando cada cierto tiempo y removiendo con herramienta de madera, a que desde el conjunto crepitante vaya evaporándose toda el agua que nada aportaría a nuestro guiso.

Entretanto, salpimentadas y enharinadas, dorar brevemente en una sartén unas diez carrilleras de cerdo, y acto seguido, buscarles acomodo sobre los tubérculos reblandecidos que se cocinan en la cazuela. No tapar todavía. Buscar en los armarios el tomillo, el romero, la nuez moscada (aunque estuviera caducada en dos mil siete), la pimienta negra en grano, una hoja de laurel. Entonces agregar especias y hierbas en libertad, del modo que a cada uno le dicte su intuición coquinaria, ¿añadir sal?. Remover de nuevo el conjunto y entonces apagar las protestas con un generoso aporte de Jerez seco. En tal medida que sólo alguna (o ninguna) de las carrilleras llegue a emerger del oloroso líquido. Después de servirse una copa, devolver la preciosa botella a su sitio. Entonces aumentar la potencia del fuego, hasta que veamos que grandes burbujas amenazan con mancharnos la camisa, tapar con firmeza y bajar el fuego hasta el mínimo admisible, un calor tan delicado como la pieza de carne que hemos escogido.

Olvidar que existe el guiso durante el tiempo en que César Vidal ha escrito otro libro, ¿cuatro horas?, al cabo de las cuales se cogerá un palillo y se atravesará alguna desventurada carrillera. La carne estará lista cuando el palillo encuentre ridícula resistencia a su agresión, de tal modo que la carne parezca a punto de deshacerse. ¿Habrán pasado hasta este punto cuatro horas? ¿Quizá seis, si ha seguido con pulcritud mi consejo de moderación en el fuego? Ah, yo no tengo esa respuesta.

En este momento separar la carne de su acaramelado abrigo. Liberada de todos los tropiezos, pasar a reducir la salsa al fuego, para concentrar su textura, color y sabor (cuando se sirva, tiene que dar sensación de pereza al conquistar el fondo del plato). Recuperar las rodajas de zanahoria y devolverlas a la felicidad de la salsa, que tanto les debe. Prescindir del resto de los compañeros de viaje, otrora deseables, pero ya inútiles.

Servir las carrilleras, no demasiado calientes, y napar con esta bendición dulce-amarga del color de la miel.

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