jueves, 7 de julio de 2011

El destino

En la olla hervían levemente varios dedos una salsa en la que se había cocido un morcillo de vacuno, vino tinto y un ramillete de hierbas aromáticas o bouquet garni, que ahora languidecía oscuro y blanduzco, esqueleto envuelto en chapapote. Se trataba de reducir la mezcla, es decir, de extraer la mayor cantidad del agua en ella contenida, con objeto de hacer más intenso su sabor, para después filtrarla y así obtener un digno acompañamiento para la vianda, devolverle su pareja, ahora maquillada y presentable ante los ojos del comensal. La luz cargada y turbia del neón iluminaba la cocina, oculta en las entrañas del edificio, a las que no alcanzaba la luz de la mañana. Un agradable fragor se entremezclaba en el ambiente con las otras preparaciones que mis compañeros trataban de hacer comestibles a mi alrededor cuando se hizo el tiempo de subir a almorzar, que siempre es tan temprano cuando se trabaja en estos lugares. Pero no es el antes sino el después lo que vine a contarte; no importa lo que quiera que aconteciera en medio del relajo de la brigada, mientras partíamos el pan cristianamente y lo remojábamos ausentes en alguna proletaria salsa del piso de arriba. De hecho, nada de aquello podría contarte, pues nada recuerdo. Sí recuerdo, en cambio, la vuelta a la marmita del submarino, minutos antes del comienzo del servicio. El temor abismal a la catástrofe y un alivio inmediato por saberme a salvo de la misma se me agarraron al pecho en inverosímil comunión, pues fui el primero en comprobar que, mientras todo ruido, toda actividad se habían detenido en aquel lugar, análogos a nuestro descanso, no había cesado, sin embargo, el fuego bajo la olla a mi cargo, donde ahora había tan solo un pegajoso dedo de salsa, en el que un rama negra de tomillo me devolvía un brillo acharolado: el edificio ya estaba salvado, yo todavía no. Fue entonces cuando la serenísima figura del profesor B., un joven desgarbado al que tratábamos de usted y que permanecía totalmente ajeno a mi atroz malestar, se acercó a comprobar la suerte de mi coquinaria. Blandiendo una cucharilla de café, hizo un tímido barrido sobre el emplasto casi sólido, aliénigena, que rechazaba mi mirada a la vez que palpitaba desafiante en el fondo del acero, y la llevó a sus labios. "¡Qué brillo tiene esta salsa!" exclamó con admiración sincera mirando a un punto indeterminado de la cocina, sin verlo. Agitado por la pasión, se dispuso a enriquecerla con Bovril, es decir, a acentuar sus rasgos, a aumentar el volumen sin sacrificar el acierto extraordinario que tenía ante sí, quizá el primer destello de un talento larvado. Olvidó por un instante donde se encontraba y qué hacía. Las mejores cosas son siempre fruto de la casualidad, cuando el destino se descojona en silencio de nuestros intentos por cambiarlo.

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